“No juzguen según las apariencias, sino juzguen con justo juicio” Juan 7:24.
El aire estaba cargado de emoción mientras se acercaba el inicio de un nuevo ciclo escolar. El director convocó a todos los maestros de primaria para revelarnos los grados que nos tocaría impartir. Mi corazón latía con anticipación mientras esperaba mi turno. Finalmente, llegó el momento en que me revelaron el grado que me correspondía. Una sonrisa se dibujó en mi rostro, pero entonces, un recuerdo inquietante inundó mi mente.
Recordé que en ese grupo estaba un niño que había sido llevado con frecuencia a la dirección el ciclo anterior, y su mamá había sido llamada innumerables veces. Una sensación de preocupación se apoderó de mí. Me imaginé a un niño desafiante, grosero y violento con sus compañeros, y temí la batalla que podría enfrentar.
No obstante, antes de que la inquietud se apoderara por completo de mí, decidí tomar un momento para conectarme con lo divino. Le pedí a Dios que me mostrara cómo podía ayudar a ese niño y que me otorgara la paciencia necesaria para tratarlo y descubrir el porqué de su comportamiento.
El primer día de clases llegó y finalmente conocí al niño en cuestión. Mientras observaba al grupo, me di cuenta de que algo no encajaba. El niño parecía ser excluido por la mayoría de sus compañeros. A pesar de sus esfuerzos por acercarse a ellos, era rechazado una y otra vez. Mi corazón se entristeció al presenciar su soledad.
Decidí tomar una estrategia diferente. Diseñé una actividad individual que desafiaba a los alumnos a expresar sus pensamientos y emociones. Fue durante esta actividad que la revelación llegó a mí. Mientras el niño trabajaba en su proyecto, pude notar la angustia y el dolor reflejados en sus trazos. Comprendí que probablemente había experimentado dificultades emocionales en su vida. Mi oración de días atrás estaba siendo contestada, ya que a través de esa actividad encontré una forma de ayudar al niño y de cómo debía tratarlo.
Conforme pasaban los días, mi visión del niño comenzó a cambiar drásticamente. Se reveló como alguien distinto de lo que había imaginado inicialmente. No era violento, grosero ni desobediente. De hecho, se destacaba por su sensibilidad. Me di cuenta de que lo había juzgado erróneamente y que había permitido que los prejuicios nublaran mi perspectiva.
Aquella experiencia con ese alumno me enseñó valiosas lecciones. Aprendí que nunca debemos etiquetar a un niño antes de conocerlo, ya que todos merecen ser tratados con amor. Descubrí cómo el poder del amor y la capacidad de escuchar pueden redimir incluso las situaciones más difíciles.
Hoy en día, los demás compañeros han comenzado a apreciarlo, incluso lo llaman “amigo”.
En nuestras interacciones con los demás, especialmente con aquellos que parecen difíciles o problemáticos, recordemos que todos llevan consigo una historia y emociones ocultas. No subestimemos el impacto del amor y la disposición de escuchar para marcar una diferencia significativa en la vida de alguien. Busquemos la redención a través del amor y la comprensión, y permitamos que nuestros prejuicios se desvanezcan ante la posibilidad de un cambio positivo.