“El amor es paciente, es bondadoso. El amor no es envidioso ni jactancioso ni orgulloso. No se comporta con rudeza, no es egoísta, no se enoja fácilmente, no guarda rencor” 1 Corintios 13:4-5.
Te presento a la profesora Martha Ruth. Te contaré un poco de su experiencia docente. En su primer día de clases del ciclo escolar, se encontraba muy nerviosa. No sabía cómo serían sus estudiantes. Llevaba muchas ideas, ganas de aprender sobre ellos y, sobre todo, de educarlos.
Se preparó decorando su salón de clases, pues sería maestra de primaria. Estaba tensa y a la vez feliz. ¡Anhelaba que llegara el primer día de clases! Entró a la escuela, se emocionó mucho al ver a algunos niños corriendo dentro y se preguntaba: ¿será que ellos son mis estudiantes?
En ese momento sonó el timbre. Debía presentarse a su primera clase, creyendo que los niños serían tranquilos y cariñosos. Con esta expectativa, algunos hasta le habían traído frutas.
Hasta aquí, todo bien con una diferencia. Al entrar al aula, todos la miraban fijamente y a la vez, un niño comenzó a molestar a otro de sus compañeros.
Rápidamente colocó sus cosas sobre el escritorio y les dio los buenos días. Comenzó su clase y observó un silencio peculiar. Todos se encontraban mirando sus libros y contestando la actividad solicitada, excepto el niño que continuó hablando y molestando a su compañero para que le hiciera caso.
La maestra lo miró fijamente y le pidió que se concentrara en la actividad. Sin embargo, el niño continuó molestando a su compañero. Al ver que no le hacían caso, empezó a interrumpir a otra compañera con el mismo objetivo. La maestra Martha Ruth no intervino más por ese día.
Conforme pasaban los días, notó que la actitud de este niño continuaba de la misma manera. Cada día, al volver a casa, la maestra se encontraba estresada, pensando qué solución daría a la falta de concentración del niño y la molestia que causaba a los demás.
Uno de esos días, al presentarse a clases, el niño comenzó a molestar de nuevo a sus compañeros. La maestra le pidió amablemente que se sentara a su lado. El niño obedeció y, durante todas las clases, guardó silencio y estuvo atento a las indicaciones.
Al momento del recreo, la maestra le pidió al niño que esperara un momento y le preguntó:
- ¿Por qué necesitas la atención de tus compañeros? A lo que él contestó:
- Porque pienso que, a diferencia de mis padres, ellos sí me harán caso.
Desde ese día, la profesora descubrió la belleza de la docencia: atender las necesidades no percibidas a simple vista de las alumnas y alumnos que están bajo nuestra conducción.
Desde ese día, la maestra nombró al niño como su secretario: se encargaba de que el salón de clases estuviera limpio y ordenado. Para la maestra, ese fue uno de sus mejores años como docente.
Además de aprender paciencia, también aprendió a empatizar con la vida de otros estudiantes y personas.
Por lo que concluyó con esta experiencia, que vivir la docencia implica también intervenir y apoyar a quienes están pasando por situaciones difíciles. Una intervención que refleja el amor en acción del docente adventista.