“Y no os conforméis a este mundo, sino transformaos por medio de la renovación de vuestro entendimiento.” —Romanos 12:2
Carlos era un niño de 12 años que cursaba el sexto grado de primaria en una escuela adventista. Desde el primer día de clases, su presencia era inconfundible. Siempre llegaba sucio y despeinado, con la ropa descosida y un aire de rebeldía. Su inquietud era contagiosa, pero en lugar de ser visto como un niño travieso, muchos lo consideraban un niño “problemático”.
A pesar de su actitud desafiante, había algo en Carlos que llamaba la atención de la maestra Susan. Ella sabía que, detrás de esa fachada, había un niño lleno de potencial. Sin embargo, su conducta era preocupante. Cada día, Carlos se sentaba en el fondo del aula, interrumpía con frecuencia a sus compañeros y restaba valor a las lecciones del día. A veces, hasta pronunciar la palabra “inteligente” le resultaba difícil, y sus compañeros se reían; no de él, sino con él, tratando de ayudarlo a pronunciarla correctamente.
La maestra Susan decidió que era hora de hablar con Carlos y su madre, quien trabajaba en una maquiladora en Sonora, México. Su padre vivía en otra zona del norte, lejos de la familia, mientras que Carlos residía con su abuela en otra región también distante. Durante la conversación, la madre de Carlos expresó su preocupación por el futuro de su hijo, especialmente porque, al terminar la primaria, tendría que mudarse con ella. A Carlos no le gustaba la idea, porque le encantaba estudiar en la escuela adventista y no quería separarse de sus amigos.
La maestra, al escuchar esto, sintió una mezcla de tristeza y determinación. Sabía que debía hacer algo para ayudar a Carlos a encaminarse. Decidió organizar un programa de tutorías después de clases, donde los estudiantes pudieran trabajar juntos en sus tareas y también en sus habilidades sociales. Carlos fue uno de los primeros en inscribirse.
Los días pasaron, y aunque al principio le costaba expresar sus emociones, sentimientos y palabras, poco a poco sus compañeros comenzaron a ayudarlo. Se formó un lazo entre ellos, y cada vez que Carlos decía la palabra “inteligente”, sus amigos lo celebraban con aplausos y risas. Eso le dio confianza, y empezó a sentirse parte del grupo.
La maestra observó con satisfacción cómo Carlos se transformaba. No solo se volvió más participativo en clase, sino que también comenzó a cuidar su apariencia. Poco a poco, dejó atrás su imagen de niño rebelde y se convirtió en un líder entre sus compañeros.
El día de la graduación, cuando Carlos se despidió de sus amigos, pudo pronunciar con claridad: “Soy inteligente”. La maestra Susan sonrió, sabiendo que el viaje de Carlos apenas comenzaba. Aunque enfrentaría nuevos desafíos al mudarse con su madre, llevaba consigo la certeza de que su verdadero potencial había sido descubierto y cultivado.
Su historia es un testimonio de que, con amor, apoyo y la guía divina, incluso los corazones más rebeldes pueden encontrar su camino en las instituciones adventistas.